Deberíamos vivir con una ventana abierta a un cementerio. Michel de Montaigne Vivimos como si fuéramos inmortales.
¿Quién se levanta cada mañana con sentido de finitud? Que levante la mano y que tire la primera piedra. Aunque duele, nos haces un favor, como cuando te limpian una herida con agua y jabón. ¡Gracias! Cuando los generales romanos desfilaban por las calles de Roma después de un éxito militar, un siervo les iba susurrando “Memento mori”, recordándoles su condición de hombre y las limitaciones de la naturaleza humana: “Recuerda que eres mortal. No eres un Dios, no eres eterno”. Se abolió la servidumbre y, tanto los generales como el resto del común de los mortales, nos las tenemos que apañar solitos. Sin nadie que nos recuerde que tenemos fecha de caducidad. Tenemos que encontrar nuestro sitio en el mundo. Y encajar en el tiempo del que disponemos, aquello que realmente queremos hacer: vivir, conocer, experimentar, ensayar, probar, descubrir, percibir, sentir, crear, investigar, intentar… Palabras todas que son verbos de acción, todo ello requiere un propósito. No confundir acción con agitación, moverse de un lado para otro, estar continuamente en movimiento o planificando, programando, proyectando con la lengua fuera y la mirada clavada en un mañana y/o en un después. Porque hacer con propósito requiere una dirección, y por eso hay que plantearse: ¿Hacia dónde me voy a mover? Cuando formulo esta pregunta a las personas que me consultan, normalmente se produce un momento incómodo. Los segundos se alargan, el silencio se estira, el eco me devuelve mi propia voz. Momento de gran soledad. Este hito es para mí es el más delicado y difícil de abordar. Las personas tienen menos dificultades para hablar del pasado que abordar lo que quieren para el futuro. Te cuentan su "vida perra", se detienen en los momentos más duros y escabrosos, admiten lo inconfesable y más, revelan sus miedos, dudas, frustraciones y sufrimiento con infinidad de detalles y anécdotas. Para muchos, mirarse el ombligo o al pasado, a lo que pudo ser y no fue, resulta más fácil que afrontar el presente y levantar la vista para otear el horizonte. Si lo tienes claro, clarísimo, meridianamente claro, lo que sigue no va para ti. A falta de siervo que te recuerde “Mira detrás de ti. Y recuerda que eres un hombre, no un Dios”, tal vez te pueda ayudar la siguiente cuenta:
¿Te queda poco o mucho? Tenemos poco control sobre esto. Pero lo que sí podemos decidir es cómo lo queremos aprovechar. ¿En qué quieres invertir tu mayor riqueza? ¿A qué consejeros te quieres encomendar? ¿El miedo, las dudas, la preocupación por lo que pueda pasar, la vergüenza, el remordimiento, la culpa…? A esperar a tener hijos, a divorciarte, a tener un trabajo, a acabar la carrera, a adelgazar 20 kilos, a ahorrar para mañana… ¿Cómo te va con ellos? No doy consejos, pero tal vez te pueda ayudar, orientar, guiar en la búsqueda de amueblar tus semanas con aquello que realmente tenga sentido para ti.
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No hay peor ciego que el que no quiere ver. Esta mañana, mientras desayunaba, me quedé de piedra escuchando las noticias.
Una entrevistada contaba cómo en su tienda entran personas sin ningún tipo de cuidado y que, cuando les recrimina la necesidad de mantener las distancias y llevar mascarilla, le espetan “el coronavirus no existe y eso de los muertos se lo han inventado”. Se ve que todavía no he perdido la capacidad de asombrarme, aunque a estas alturas de la vida una se espera cualquier cosa. Así que mientras medio mundo anda preocupado por el virus, consecuencias sanitarias y de todo tipo, otra parte de la población, ignoro cuánta, se empeña en negarlo. Si te acercas hoy a un quiosco y dejas vagar tu mirada puede que encuentres alguna publicación ¡que a la vez que niega la existencia del virus en su portada, ofrece tratamientos naturales antivíricos inocuos y farmacéuticamente útiles! Eso sí, cuesta 4€. Business is business! Para esa editorial, hacer caja sobre el miedo ajeno es una opción. Sabe lo fácil que es activar la preocupación en situaciones de alta incertidumbre y cómo una parte de la población responde buscando respuestas que den seguridad. Algunos dirán que es inmoral, yo también lo pienso. Otros pensarán que tal vez lleven razón, “se sabe tan poco”, “hay tantas dudas”, “y si fuera cierto”, etc Y ya tenemos el camino abonado de la preocupación que para algunos termina en paranoia. Si para el que vende, negar tiene unos beneficios directos que se cifran en euros, ¿qué beneficio/s tiene para el que lo compra? No es evidente, pero es fácil de entender. La negación nos aleja del miedo frente a situaciones poco claras o desconocidas. Negar es una de las estrategias que las personas ponemos en marcha frente a situaciones amenazantes, que nos producen malestar, dolor y sufrimiento. Negar es una de las fases por las que prácticamente todos pasamos durante más o menos tiempo cuando tenemos que afrontar los efectos abrumadores de una perdida, un diagnóstico médico grave, o que tu marido/mujer te haya dejado plantado/a y con una demanda de divorcio encima de la mesa de la cocina. La intolerancia a la incertidumbre necesita de respuestas y las personas alérgicas a las dudas van a tratar de resolverlas de alguna manera: o se embarcan en una rumia sin fin, o se apuntan al clan de los negacionistas. Las dos tienen la misma función: gestionar el malestar, en algunos casos terror, que les plantea la situación. Como cuando un niño de 3 años jugando al escondite, piensa que cuando él se tapa lo ojos, los demás no le ven: “Si el virus COVI 19 no existe y los muertos no son reales, ni yo me voy a contagiar, ni me voy a morir”. Tampoco sería una mala salida, si no fuera por los riesgos que se asumen y se hacen correr a los demás en su entorno. Si estás cansado/a de darle la espalda a tus problemas, mirando para otro lado como si no existieran, no tengo una barrita mágica para borrarlos de un plumazo, no existen los tratamientos antivirales naturales inocuos y farmacéuticamente útiles. Si quieres explorar otra forma de abordarlo creo que te puedo ayudar. El vino se puede echar a perder por múltiples razones, incluso el mejor: bacterias que se cuelan, segundas fermentaciones, exceso de luz, cambios bruscos de las condiciones de conservación, etc.
Las personas también. Incluso las mejores. La vida va repartiendo bofetones a diestro y siniestro, y sin que los veamos venir: tu marido te ha dejado por otra más joven que tú, tu mujer ha fallecido de un cáncer de mama, tus hijos han “desaparecido” en otra cuidad o país, te has quedado sin trabajo a los 50 o sigues sin haber encontrado una ocupación digna a los 33, la tan anhelada promoción a director de departamento se la ha llevado un novato sin experiencia, sin saber por qué te encuentras sin ganas ni para salir de casa. Así, tantas historias como personas: divorcios, enfermedades, rupturas, engaños, accidentes, pérdidas de todo tipo que se van presentando y acumulando. Y para más INRI, se harán más frecuentes a medida que nos hagamos más mayores. Hoy quiero hablar de la historia reciente de mi amiga Teresa. Como el vino, se ha agriado. Ya no es la que era. Se ha volatilizado su gracia. Su fino sentido del humor, lo ha remplazado por una ironía agria y tosca. Una lástima para nosotros, sus amigos. ¡Qué pena por ella! Hace dos años, se llevó un gancho directo a la mandíbula que le dejó KO en forma de diagnóstico médico: cáncer de piel. No sé nada más, salvo que después de una intervención sencilla y un post-operatorio rápido ha vuelto al circuito urbano sin ninguna secuela aparente. Pero poco a poco vimos como en Teresa se fue instalando el miedo, la preocupación, la fobia al sol, las ropas que envuelven todo su cuerpo incluso en verano, las gafas de sol permanentes, el embadurnarse con cremas protectoras, y siempre acompañada de su inseparable botellín de agua. Elige su lugar de vacaciones en función del índice pluviométrico y las horas de sol, buscando cielos encapotados incluso en el mes de agosto. Rastrea soluciones milagrosas que le garanticen que “eso” no se va a repetir, sometiéndose a una dieta tan estricta como esotérica. La vida de Teresa se ha convertido en un sinvivir de limitaciones, de coartadas, de pretextos y disculpas. Y lo peor, se le ha avinagrado el carácter. Su fino sentido del humor se ha convertido en un agudo sentido de la crítica. Su visión, antes cromática, ahora solo distingue entre el blanco y el negro. Ha reducido la variedad y complejidad de su mundo en dos categorías: los buenos y los malos, los que tienen la razón y los que están equivocados, los que están conmigo y los que están en contra de mí, los que piensan como yo y los que no. Al final, el brebaje resulta “in-bebible” e invivible: “Yo soy buena, yo tengo razón así que todo el que no piense como yo está equivocado y es malo/a.” Uff… Fijada en la rigidez de una serie de reglas que tienen por objeto tranquilizarla frente a un futuro incierto, busca la dudosa certeza de un mundo seguro, bueno y justo que ella misma ha diseñado y ante el que se doblega. Tal vez esta historia no te diga nada, no resuene en ti, no tenga nada que ver contigo. Si piensas que el mundo debe ser un lugar feliz sin problemas, sin amenazas ni incertidumbres y quieres seguir aferrado/a a esta idea, hay un montón de libros de autoayuda, de psicología llamada positiva y tazas con eslóganes motivacionales a los que recurrir cuando la realidad te falle. Si por casualidad te sientes de alguna forma retratado/a por la historia de Teresa y te entran ganas de volver a la normalidad del mundo real en la que los problemas, las dudas, las enfermedades y las pérdidas son una parte integrante de la vida, tal vez te pueda ayudar. Haz clic aquí para editar. Con esto de ser felices andamos todo el día con la nariz metida en el ombligo. Además de ser una postura poco práctica, a la vez que incómoda, no te deja ver el bosque, ni tan siquiera el árbol. Y te pierdes. Dicen los que expertos, que cuando te pierdes en un bosque tupido, si no te sabes guiar por el sol y las estrellas, empiezas a andar en círculo. Vas dando vueltas y más vueltas, te cansas, te agotas, te desesperas hasta que de golpe te das cuenta de que “¡Por ese camino ya pasé”! No avanzas. Te invaden el miedo y la desesperación, la impotencia y la rabia. Elevas los puños al cielo, cual Scarlett en "Lo que el viento se llevó", gritas y maldices tu condición, tu mala suerte. Lloras, te angustias, terminas parado/a esperando que pase algo, o que alguien te rescate. No te quedan fuerzas, o eso crees, porque has agotado la ilusión, las expectativas de que tu mismo/a puedas salir del bosque. Te estancas. Pero volvamos al bienestar subjetivo. Veamos para qué te puede servir. Es una valoración, como un termómetro que nos muestra el grado de satisfacción que tenemos con nuestra vida o con determinadas áreas de las que la componen: familia, amistas, pareja, hijos, ocio, trabajo, salud… Esta información en sí misma ni es buena, ni es mala. Solo tu podrás convertirla en algo útil para ti. Si equiparas satisfacción vital con experiencias emocionales, del tipo: “Mi vida es fantástica, porque me siento muy bien en este momento” probablemente eres candidato/a a veleta del campanario que se mueve según sople el viento. Si lo has pillado, entenderás que es Ídem, si el resultado que obtienes es que “Mi vida es una mierxx”. Si tu objetivo es tener una vida agradable, entrénate para correr detrás de personas y cosas materiales o sensaciones asociadas con el bienestar, una carrera sin fin. El antídoto a una vida agradable es una vida significativa, una vida de compromiso contigo mismo/a, un pacto con el tipo de persona que quieres ser, con los valores que te importan, con una manera de ser y de estar que en si misma te da satisfacción a pesar de los vaivenes, de las bofetadas que te vas a llevar, de los baches que inexorablemente ornaran tu camino. A fuerza de mirarnos el ombligo, olvidamos levantar la cabeza y mirar por donde sale el sol y por donde se acuesta y perdemos las referencias para seguir el rumbo que nos saque del pantano. Si te sienes “perdido/a sin rumbo y en el lodo”, como dice la canción: “que no se te haga tarde”. Hoy, ahora es el mejor momento para empezar o volver a empezar, tantas veces como te haga falta. Hoy es nunca jamás. Si quieres pasarte la vida tumbado/a en la playa escuchando el arrullo de las olas, sintiendo la brisa marina, el graznar de las gaviotas, tomando piña colada, el mejor asesor que te puedo recomendar es una buena agencia de viajes. Pero si tienes ganas de desempolvar el mapa, buscar el rumbo, recorrer tu camino y subir tu ocho mil, creo que te puedo ayudar. El día antes de mi cumpleaños recibí un paquete, contenía 3 libros. Me lo enviaba Ricardo, una persona con la que estoy trabajando. Era un regalo espontáneo, inesperado, ya que Ricardo no sabía que iba a ser mi cumple, pero sí sabía que me gustan los libros y eligió tres temas dando en el centro de la diana. Así es Ricardo, generoso, cercano, abierto, natural. Hoy de lo que te quiero hablar es de uno de los libros, el de Mark Manson, ”El sutil arte de que (casi todo) te importe una mierda”. Leí el primer capítulo, pintaba bien. Y el último. Me atrajo su título como si fuera un imán: “… y luego te mueres”. ¡Qué vértigo! Nunca, pero nunca en mi vida, sentí algo parecido. Yo no sufro lo que comúnmente se llama vértigo, sin embargo, las cuatro últimas páginas de este capítulo me tuvieron paralizada, atornillada al suelo, agarrándome para no caer desde lo alto de los acantilados del Cabo de Buena Esperanza. Y yo en Madrid, en mi tumbona a unos 50 centímetros del suelo. ¡De locos! Mark va describiendo de manera sutil todos los elementos que componen la experiencia de acercarse andando lentamente, con propósito, al borde del abismo. Las sensaciones físicas que se instalan en su cuerpo, lo que su mente le va gritando. Todos los sistemas de alarma para garantizar su supervivencia se han puesto en marcha. Los míos también. Se deleita en los detalles, en el esfuerzo que tiene que hacer para vencer las resistencias de su cuerpo y seguir adelante. Y yo voy pasando por las mismas sensaciones, mi cuerpo responde a esa situación de máximo peligro activando todos sus recursos. ¡Cómo si estuviera allí! Siento el miedo, lo localizo en los antebrazos, en las piernas, con una sensación de hormigueo, una enorme pesadez. Siento la respiración corta y agitada, me invade un sentimiento de irrealidad, mi cabeza le grita ¡no sigas, capullo, que te vas a caer! Pero él, Mark, siguió. Y a mí me invadieron unas ganas enormes de sujetarlo para que parara, o al menos para que se sentara y se fuera acercando a rastras si es que tan importante era llegar al borde. Pero hay cosas que sólo se pueden hacer de pie. Mark terminó sentado con las piernas colgadas en el vacío y yo agotada con los propioceptores pidiendo piedad y como con unas tremendas ganas de llorar. Así funcionan nuestras mentes, la tuya, la mía, la de Mark. Nos dicen cosas para ayudarnos, para protegernos, para advertirnos… y normalmente les hacemos caso. Y nos quedamos en casa porque, si vas a la fiesta y nadie habla contigo va a ser terrible; y si aceptas ese puesto y descubren que no eres el/la mejor candidato/a va a ser vergonzoso; si le pides el teléfono a Jaime y no te lo da, no podrás volver al instituto; y si fracasas con este proyecto, te quedaras sin trabajo; y si no te va bien viviendo juntos y tendrás que volver a casa de tus padres… Así una y otra vez, disfrazados de bueno consejos, lo que dirigen tus pasos son tus miedos, tus dudas y tus inseguridades, en vez de aquello que para ti tiene realmente sentido, valor y significado. Mark se propuso hacerle un pulso al miedo a la muerte, mirándole a la cara. Nuestra última y más ineludible frontera. Sentir el miedo, notarlo a través todos los poros de la piel, hacerle sitio, seguir caminando, consciente de lo que quieres y con una terrible lucidez de que TÚ eres el que está al mando de tu vida y no tus miedos. Si sientes que se te pasa la vida mientras vas corriendo detrás de cosas que para ti no valen una mierdx, tal vez te toque aprender a mirar a los ojos de lo que temes y darle la mano para seguir adelante. Si no tienes claro, qué vale la pena y lo que te importa una mierdx, tal vez te convenga de empezar a hacer limpieza. Así que si quieres probar a poner “orden” y dirección en tu vida tal vez te pueda ayudar. La alternativa es seguir como estás y que nada cambie. Tú eliges. De todas formas, “… luego te mueres". Pero ¿cómo quieres vivir? Antes tenía un Mac Pro. Yo venía del mundo Windows, pero me parecía que los que tenían Mac eran más jóvenes, más listos, más guapo/as, más cool. Quedaba mejor sacar un ultrabook con su manzanita retroiluminada, una pose más “in”. Así que me dije: “Au diable l´avarice![1]” y me rasqué el bolsillo para comprarme el último modelo. No tardé mucho en darme cuenta de que, ese maravilloso objeto del deseo, tenía más caprichos que un adolescente malcriado. Cada poco me pedía que le actualizara la versión del sistema operativo y pronto empezó a pedir más: cambiar la versión de software por otra nueva. Yo, no le podía seguir. Hasta que llegó un momento en que la aplicación de fotos, la que más me interesaba a mí, no me daba las mismas funcionalidades que obtenían otros. Empecé a investigar y resultó que era debido a que mi Mac era viejo, no estaba actualizado y, lo peor, no podía actualizarlo. Mi máquina no estaba concebida para soportar el nuevo sistema operativo. Había caído entre las mallas de la obsolescencia programada. Mi Mac se había convertido en un cacharro viejo, nada cool, y yo con él. Necesitaba un cambio o seguir empantanada sin poder progresar. Ninguna de las dos opciones estaba libre de costes. Quedarme con la máquina que conocía, en la que tenía organizada la información de los últimos 3 años, y renunciar a disfrutar de las novedades, o volver a pasar la Visa para comprarme lo último de lo mejor que me ofrecía Apple. Al final, la decisión la tomó Apple por mí. Las sucesivas actualizaciones fueron entorpeciendo mi Mac: cada vez tardaba más en arrancar, cada vez era más lento y su tan traída y llevada “experiencia de usuario” se tornó en un fastidio diario que terminó en un divorcio sonado. Volví a los brazos de Morfeo en forma de un LG super-ultra-ligero con el que te estoy escribiendo. Tampoco es que fuera barato, pero al menos sentí que me vengaba de Apple; y conste que llevo con la saga iPhone desde el principio con alguna que otra infidelidad con Samsung. A veces cambiar es necesario. ¿Cuándo? Cuando lo que tienes no te alcanza. Cuando en tu día a día notas que te falta la chispa, que te fallan las fuerzas, que no tienes ganas de nada, sin dejar de dar vueltas a las preocupaciones y con un insomnio siempre presente seguido de mañanas grises de cansancio infinito. Cuando te sientes atrapado/a en una relación personal agotada y agotadora, cuando deploras que la vida no sonríe, y te da la espalda. Cuando el miedo o la queja se hayan instalados bajo cualquiera de sus múltiples formas. Cuando la vida te está pidiendo a gritos una actualización, tal vez convenga mirar otras alternativas en vez de seguir arrastrándote sin más. “Quién lo probó lo sabe”[2] Si estás atascado/a y quieres seguir avanzando, tal vez, te pueda ayudar. Si buscas fórmulas mágicas, 10 consejos para reducir tu ansiedad o sugerencia para una vida feliz, de eso no tengo. Tú eliges. Elegir siempre es una opción, elegir tiene riesgos, elegir requiere valor. Y a la gente a la que le va razonablemente bien, no es el miedo a equivocarse, si no el valor a asumir riesgos, el que les sirve de guía e inspiración. Good luck! [1] ¡Al diablo con la avaricia! [2] Lope de Vega: “Desmayarse, atreverse, estar furioso…” Haz clic aquí para editar. Bien mirado creo sí lo sé. Esa labia, ese verbo fluido, ese acento porteño que arrastra las sílabas como con desgana. Esas historias. Me gustan Borges y Sábato, los cuentos de Cortázar -con las novelas me pierdo-. Me he reído hasta las lágrimas con Les Luthiers y aprendí la palabra “orto“ con el enorme Enrique Pinti. Estoy enamorada de Ricardo Darín, Hector Alterio y de Federico Luppi. Sí, mi corazón es sufrientemente grande y elástico para albergar muchos amores. Me chifla escuchar tangos y milongas, dejarme llevar por el malevaje de su lunfardo, porque, aunque no me entero de nada, me habla. Me releo y, de golpe, me caen todos los años que tengo. Pienso que en la Argentina actual tendrán otros ídolos en estos campos del saber de la vida, pero lo bueno nunca caduca. Bueno, a lo que iba. Me acabo de aficionar a Hernán Casciari. Se ha convertido para mí en una fuente de inspiración, de humanidad, en la que cabe todo, no podía ser de otra manera: la ternura, el amor, la maldad, las fobias, los miedos, … ¡Ah! Qué placer cuando me encuentro con sus cuentos, esas píldoras, esas balas certeras como sólo saben colocarlas los narradores de vidas ajenas, reales o inventadas. ¡Que precisión, delicia y deleite, en la descripción del comportamiento humano! A veces, los profesionales de la psicología nos aferramos a hablar con palabras técnicas para explicar cómo funcionamos las personas, “complejo de inferioridad” diréis algunos, y tal vez llevéis razón. O cuando queremos darnos a entender con claridad, caemos en una escritura penosa, sin colores ni matices, en ocasiones forzada, impostada y artificial. Yo no soy escritora, ni lo pretendo. Ser una autora famosa no está dentro de mis derrotas asumidas. Simplemente sé que no sé escribir, al menos como me gustaría. Sin embargo, lo que hago sí me gusta. Disfruto con ello: ayudo a personas a buscar su camino cuando se sienten perdidas, a salir del atasco, a seguir adelante, a recobrar la pasión, a mirarse en el espejo, a sentir que la vida les golpea en pecho y les pide una oportunidad y, por qué no, otra oportunidad o una oportunidad más. Porque nunca hay una oportunidad de más. Me satisface ver cómo echan a andar por su propio pie. Si quieres probar de verdad, con los cinco sentidos, metiéndote en el fango si hay que meterse, te diría que casi seguro te puedo ayudar. Pero si eres de los que prefieren ganar el partido en vez de salir a pelear la pelota en cada regate, sigue adelante. Lo que te ofrezco, no te va a interesar. Hoy te traigo la historia de un amigo. Te cuento un momento de su vida, no toda su vida. Verás como pasa en modo piloto automático, perdiendo el control de lo que hace dejando que la rumia se ponga al mando. A todos nos ocurre alguna vez. Somos humanos, no somos perfectos, no pasa nada. Ahora, si te ocurre con mucha frecuencia, tal vez sea el momento de parar, tomar distancia y preguntarte qué hay ahí, si es así cómo quieres seguir, si hay algo que te estas perdiendo, cómo te sientes cuando te ves actuando así. Ya sabes, no me cansaré de decirlo: el problema no es la rumia, el problema es lo que tu haces cuando se presenta la rumia. Aquí va su historia Mi amigo se llama Ángel. Me recuerda a “la bestia”. La bestia es el nombre del tren que sale en la película Unstoppable (con Denzel Washington, ¡me encanta este actor!). La trama es sencilla, un tren cargado de productos químicos peligros está fuera de control y amenaza la vida de miles de personas. Si la has visto, tal vez hayas sentido la irremediable fatalidad de lo que se avecina. Aunque me pasé la peli haciendo de spoiler para mí misma, intentando rebajar la tensión, el ritmo, la acción y la música me envolvieron de tal manera que sentí que nada, pero nada iba a poder parar ese monstruo hecho de toneladas de acero y propulsado a toda velocidad. Sin frenos. Así es Ángel cuando se lía con lo que le da su cabeza. Le llamo para pedirle un favor y, sin saber cómo -y eso que ya voy sobre aviso-, la conversación descarrila. Sin darme cuenta me veo atrapada en su loca carrera. Palabras y más palabras. El hecho: no le han pagado la factura por su colaboración como consultor. Ángel se plantea un aluvión de posibilidades, ninguna buena para él ni para los demás. Una historia épica con héroe, víctima y villanos. Todo menos dar el paso más simple: preguntar. Preguntar sin presuponer, claro. Sin anticipar respuestas. Porque hay preguntas que matan, porque hay preguntas que afirman. La bestia, quiero decir Ángel, se enfrasca en una conversación con el “otro” en el que él hace las preguntas y tiene las respuestas. Construye una historia en base a lo que su mente le señala como indicios y que ha ido acumulando. Una historia que degenera en una toma de decisiones cada vez más alejada de la realidad, pero coherente con su planteamiento. Y acciones que pueden terminar produciendo aquello que Ángel tanto teme: el rechazo. Es lo que tiene la rumia. Como una planta trepadora, va invadiendo, parasitando el buen juicio, va creando mundos paralelos, un espejismo de la sinrazón. El héroe se convierte en villano, y termina siendo la víctima de sí mismo. Ya lo decía Goya, seguramente que, en otro contexto, pero que a mí me vale para la conclusión: “el sueño de la razón produce monstruos”. Si sientes que tu mente como un tren enloquecido te lleva a rastras por la vida, tal vez necesites parar tú, no tu mente, parar y mirar si realmente quieres seguir en esa dinámica y hacia donde te lleva y de donde te aleja. Niebla espesaEn el post anterior te prometí clarificar la conclusión tan poco intuitiva con la que terminaba: la rumia no es el problema, el problema es lo que hacemos cuando se presenta. No me casaré de decirlo. Así que tal vez lo repita. Y pronto. Te propongo verlo a través de la historia de Amanda. Amanda es una chica joven, valiente, inteligente, decidida, trabajadora, alegre, optimista por naturaleza. Sin embargo, como la mayoría de nosotros, a veces se engancha y se lía con lo que le da su mente. En esos momentos se queda parada con las velas desplegadas y sin rumbo a merced de la olas. Cuando llega Amanda, se sienta y empieza a hablar, sin puntos, sin comas. ¿Has visto alguna vez una boca de riego rota con el agua que sale borbotones? Durante 30 minutos toma aire y sigue, sigue y sigue contándome. Miro el reloj y le digo: “llevamos 30 minutos de sesión ¿Y sabes Amanda? Salvo la anécdota del ictus de tu madre y que tu achacas a la operación de estética que se hizo para estar más atractiva para tu padre, todo, absolutamente todo ya me lo has dicho hace año y medio.
Nada. Dar vueltas sin rumbo. Da miedo. Extenuante. Para salir de este círculo vicioso se necesita una dirección. Aún con niebla, aún con oleaje, aún con el parte meteorológico en contra, tener un rumbo. Afortunadamente Amanda tiene claro lo que le gustaría hacer en la vida al margen de lo que hace para ganarse el sustento. Un proyecto que mantiene en stand by porque no encuentra las ganas y la fuerza para ponerse con él. La disyuntiva está ahí: ¿qué hacer cuando se instala la rumia? ¿Seguir dándole vueltas a lo mismo o poner rumbo a otro destino? Amanda no va a cambiar a sus padres por mucho que se empeñe. Les quiere y no desea darle la espalda a esos dos adolescentes que pintan canas. Amanda no puede encargar un cielo azul, ni hacer que la niebla se levante, pelear contra el oleaje es agotador a la par que inútil. No puede elegir sus pensamientos, no puede evitar sentir miedo, rabia, impotencia o cualquier otra sensación y emoción que se presente. Lo que si puede elegir es hacía qué puerto quiere llevar su barco, hacia dónde vale la pena navegar, aunque eso suponga cruzar tormentas. Lo que si puede elegir es qué hacer. Cuando terminamos me dice que hablar conmigo es como ir a la pelu, que llega con el pelo enmarañado y sale peinada como para la portada de Vogue. Halagador. La sensación de ser útil, de ayudar, es para mí un valor importante. Creo que eso se lo debo a mis padres, entre otras cosas. Eran y son personas principalmente buenas. Pero eso es otra historia. La mayoría de nosotros nos preocupamos, nos enganchamos y nos liamos con lo que nos da la mente. Cosas negativas, ideas circulares, pensamientos que se activan de forma automática. Normalmente, son de corta duración y nos conducen a solucionar problemas. Sin embargo, la preocupación y la rumia pueden convertirse en algo inútil e incluso nocivo. Cuando se convierten en algo frecuente y habitual, y nos mantienen en bucle dentro de un laberinto sin salida. En estos momentos en los que estamos viviendo situaciones amenazantes, peligrosas, inseguras, dolorosas e inciertas, es normal que se exacerbe la preocupación por nuestro futuro. Es normal que nos inunden legiones de dudas acerca de lo que pasará en los días venideros, en forma de preguntas acompañadas de toneladas de miedo y angustia.
Es normal que en estas circunstancias, la mirada se vuelva hacia el pasado y regresemos repetidamente sobre las pérdidas, los fracasos, y a cuestionarnos quiénes somos o a culparnos por lo que hemos conseguido o no.
Sin embargo estas preguntas y dudas, añaden sal sobre la herida, echando más leña al fuego aventando la llama de la desesperación y la impotencia. No obstante, para algunas personas, la rumia no es molesta. Está tan instalada en sus vidas que ni la notan. Forma parte de su idiosincrasia, es su manera de ver la vida y de relacionarse con el mundo. No son consciente del fardo que llevan, ni lo que les limita. Para otras, en cambio, la rumia se convierte en una losa pesada de llevar. Una carga que les aplasta y que deja espacio para poco más. Se convierte en una intrusa, que agazapada, permanece presente a lo largo del día. Está ahí cuando por la mañana abren los ojos y les sigue como una sombra, a veces silenciosa, las más de las veces ruidosa, en una cháchara sin fin. Si tienes dudas de si estás rumiando, párate un momento y plantéate:
En ocasiones resulta difícil distinguir entre si estás rumiando o si estás trabajando para salir de un problema, porque la rumiar tiene dos caras.
Aunque hasta ahora solo te he hablado de la rumia, la conclusión que te ofrezco tal vez resulte desconcertante: la rumia no es el problema. Si paradójico, el problema no es la rumia, es lo que tú haces o dejas de hacer cuando se presenta la rumia. ¿Qué no lo entiendes? Tal vez te falte perspectiva, tiempo para la introspección, quizás necesites parar y aprender a mirar qué te está pasando. Voy a tratar de contártelo a través de historias reales de personas que se han visto atrapadas por la rumia. (Continuará) PS: Si quieres compartir tu experiencia puedes rellenar este formulario. Me pondré en contacto contigo. |