Antes tenía un Mac Pro. Yo venía del mundo Windows, pero me parecía que los que tenían Mac eran más jóvenes, más listos, más guapo/as, más cool. Quedaba mejor sacar un ultrabook con su manzanita retroiluminada, una pose más “in”. Así que me dije: “Au diable l´avarice![1]” y me rasqué el bolsillo para comprarme el último modelo. No tardé mucho en darme cuenta de que, ese maravilloso objeto del deseo, tenía más caprichos que un adolescente malcriado. Cada poco me pedía que le actualizara la versión del sistema operativo y pronto empezó a pedir más: cambiar la versión de software por otra nueva. Yo, no le podía seguir. Hasta que llegó un momento en que la aplicación de fotos, la que más me interesaba a mí, no me daba las mismas funcionalidades que obtenían otros. Empecé a investigar y resultó que era debido a que mi Mac era viejo, no estaba actualizado y, lo peor, no podía actualizarlo. Mi máquina no estaba concebida para soportar el nuevo sistema operativo. Había caído entre las mallas de la obsolescencia programada. Mi Mac se había convertido en un cacharro viejo, nada cool, y yo con él. Necesitaba un cambio o seguir empantanada sin poder progresar. Ninguna de las dos opciones estaba libre de costes. Quedarme con la máquina que conocía, en la que tenía organizada la información de los últimos 3 años, y renunciar a disfrutar de las novedades, o volver a pasar la Visa para comprarme lo último de lo mejor que me ofrecía Apple. Al final, la decisión la tomó Apple por mí. Las sucesivas actualizaciones fueron entorpeciendo mi Mac: cada vez tardaba más en arrancar, cada vez era más lento y su tan traída y llevada “experiencia de usuario” se tornó en un fastidio diario que terminó en un divorcio sonado. Volví a los brazos de Morfeo en forma de un LG super-ultra-ligero con el que te estoy escribiendo. Tampoco es que fuera barato, pero al menos sentí que me vengaba de Apple; y conste que llevo con la saga iPhone desde el principio con alguna que otra infidelidad con Samsung. A veces cambiar es necesario. ¿Cuándo? Cuando lo que tienes no te alcanza. Cuando en tu día a día notas que te falta la chispa, que te fallan las fuerzas, que no tienes ganas de nada, sin dejar de dar vueltas a las preocupaciones y con un insomnio siempre presente seguido de mañanas grises de cansancio infinito. Cuando te sientes atrapado/a en una relación personal agotada y agotadora, cuando deploras que la vida no sonríe, y te da la espalda. Cuando el miedo o la queja se hayan instalados bajo cualquiera de sus múltiples formas. Cuando la vida te está pidiendo a gritos una actualización, tal vez convenga mirar otras alternativas en vez de seguir arrastrándote sin más. “Quién lo probó lo sabe”[2] Si estás atascado/a y quieres seguir avanzando, tal vez, te pueda ayudar. Si buscas fórmulas mágicas, 10 consejos para reducir tu ansiedad o sugerencia para una vida feliz, de eso no tengo. Tú eliges. Elegir siempre es una opción, elegir tiene riesgos, elegir requiere valor. Y a la gente a la que le va razonablemente bien, no es el miedo a equivocarse, si no el valor a asumir riesgos, el que les sirve de guía e inspiración. Good luck! [1] ¡Al diablo con la avaricia! [2] Lope de Vega: “Desmayarse, atreverse, estar furioso…” Haz clic aquí para editar.
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