Ana agarró un día el móvil de su marido, cansada de ver las medias sonrisas que le iluminaban los ojos cuando llegaban los mensajitos de Whatsapp, y se encontró con el “pastel”.
Abro paréntesis para un consejo no solicitado: La conducta no verbal es muy difícil de controlar y, si quieres engañar a tu pareja, mejores consultas el móvil en el baño, que aunque no es el lugar más romántico, sí es el más seguro. Cierro paréntesis. Me barrunto que WhatsApp habrá propiciado tantos divorcios como infidelidades. O sea, muchos. Es tan fácil mandar un mensaje de texto, y recibir de forma inmediata o diferida un aluvión de emoticones, de propuestas salaces, sentir como la adrenalina te sube por la espalda y se te eriza el velo de la nuca y más… Es tan agradable volver a sentir esa tensión en el bajo vientre y dejarse llevar por la llamada de la caza, por el sabor del fruto prohibido, por las propuestas de placer que exacerban el deseo postergado. Decía McLuhan que el medio es el mensaje y yo añado, que el medio se ha convertido en parte del acto. Luego viene el consumo. Banal. Y después la factura. Previsible, aunque indeseado. También resulta tremendamente fácil, dejarse llevar por la ilusión de que uno es feliz, si y solo si el otro le quiere, le respeta, y cumple con las reglas de juego (la fidelidad) sobre las que cree haber establecido su relación. Así que, después del consumo y el empacho de los mensajes que no le eran dirigidos, a Ana también le vino la factura. Bajo otra forma. La de pérdida. Pérdida de un sueño, una ilusión, cuanto menos de un ideal: una relación basada en la confianza y el respeto. ¡Ay! Tú que te creías a salvo en las manos de tu móvil y tú que te creías a salvo en las manos de tu pareja. Dos errores muy comunes Dos equivocaciones muy corrientes. No hay nada que hacer, los hechos son los hechos, te vienen dados. Por mucho que duela la traición, la rabia por la falta de honestidad, la tristeza por la pérdida de lo que se relevó como una quimera, los hechos no se pueden cambiar. Pero sí queda mucho por elegir. ¿El qué? No tengo la respuesta. Cada uno tiene que encontrar la suya, las suyas. Lo que si te puedo decir es que, sea cual sea la respuesta, la vas a tener que construir desde ti mismo/a y no en función del otro/a. Sea cual sea la solución, no hay manera de evitar el dolor; pero sí de limitar su impacto. Y ese es un camino de crecimiento personal en el que sí te puedo acompañar. Mientras tanto no dejes ni tu móvil ni tu corazón al alcance de quién puede poner todos los ceros al final de la factura. No, no conviene.
1 Comentario
No tenía ni idea que fuera el nombre de una serie española. Aunque no te lo creas, es verdad. Soy de ese porcentaje de españoles que dice que no ve la tele y realmente no la ve.Nunca, nada: ni series, ni programas basura, ni informativos, ni documentales. Tengo que confesar que en la fase más dura del confinamiento me tragué un par de series, pero todavía voy por el último capítulo de la primera temporada de “La Casa de Papel”. O sea, un “outliner” sin tema de conversación con el común de los mortales. Me encanta lo que hago y me da para estar entretenida, leyendo, investigando, probando. En definitiva, haciendo mi trabajo y buscando la mejor manera de hacerlo cada día. Hoy me ha tocado explicarle a una chica de 13 años, que la vida es eso que tiene delante o sea problemas, dificultades, contratiempos, incertidumbre y no las chorradas que le sirven las agendas y tazas de Mr Wonderful. Y que el esfuerzo, el trabajo, el sudor, le sacarán de muchos más problemas que la inspiración, las ganas, la autoestima y la motivación por partes y todas juntas. ¡Mira que me ha costado que lo entienda! Tiene tan metida en la cabeza la retórica dominante, que cuando le doy a elegir entre “en esta mano tengo los buenos resultados académicos que quieres conseguir y en esta otra una alta autoestima, tú ¿Qué eliges? ¿Qué crees que eligió? Ella la autoestima, of course. Entonces voy y le pregunto: ¿“Y tu para que quieres una alta autoestima? Silencio. Le pregunto si cuenta con que la autoestima le resuelva los problemas de mates por arte de magia y me dice no. Vamos bien. Así que vuelvo a empezar. “Fíjate, ahora te propongo elegir entre la mano izquierda en la que está la motivación y la derecha en la que está los buenos resultados académicos, ¿Qué eliges? La motivación. Pues no vamos tan bien. Así que vuelta a empezar: ¿y para que quieres la motivación? Le pregunto si la motivación le va a resolver el examen de verbos en francés. Tiene un momento de duda. Le vuelvo a preguntar: Y si no aparece la motivación a la cita para antes del examen, ¿crees que lo vas a aprobar? ¿Y si aparece la motivación qué vas a hacer? Piensa que es una pregunta trampa. Su cabeza empieza a entrar en conflicto entre lo que le han dicho desde siempre (hay que estar motivado, hay que tener una actitud positiva, hay que tener una alta autoestima…) y las conclusiones a las que llega a través de mis preguntas: parece que hay que hacer. Hacer y punto. Con o sin motivación, con o sin autoestima. Hacer. Sin tetas no hay Paraíso, o tal vez sí. Es cuestión de gustos. Pero sin hacer no hay cambio. Y eso hasta cierto punto es lo fácil. Lo difícil es hacer lo que hay que hacer en presencia del malestar, del miedo al fracaso, de la falta de ganas, del cansancio, de la retahíla de pensamientos que machacan, diciendo “no lo vas a conseguir”, “necesitas cuidar de ti, descansar”, “eres un fracaso, un/a inútil” … Y eso no va a ser sin esfuerzo. No. Sin esfuerzo no hay cambio. No sin esfuerzo no hay paraíso. A mi hijo Pablo no le gustan los tiburones. A mí, como animales, me fascinan. Ahora que lo escribo, pienso que tal vez sea una secuela del oposicionismo madre/hijo que arrastramos desde la pre-adolescencia. ¿Quién sabe? El caso es que, según él, les tiene pánico. A mí tampoco me gustaría toparme un tiburón blanco, ni desde una jaula como las que usan los turistas “intrépidos” en Ciudad del Cabo. El miedo de Pablo a los tiburones, le mantiene lejos de las playas, del Mediterráneo… No si ya sé, en el mar no hay fronteras, no hay límites ni redes que interpongan una barrera entre su cuerpo serrano (en este caso valenciano) y el terrible depredador y nunca se sabe… Ya. El caso es que tener miedo a los tiburones y limitar tu vida a no poner un pie en la playa es una opción, una elección entre tantas otras que tomamos en la vida. ¿Que su mundo es más estrecho porque en él no caben las costas del mundo mundial? Pues mira, todavía le queda mucho territorio para vivir una vida plena, satisfactoria y llena de significado. Y me dirás, ¿y si tuviera una novia a la que le encanta ir a la playa, navegar y que elige sus destinos de vacaciones buscando los mejores spots para bucear. ¡Ay! Ahí sí duele, ahí sí, el no gustarle los tiburones puede convertirse en un problema para él. Tener que renunciar, limitarse en sus decisiones porque el miedo manda. Ese si es un problema. Y ese es el quid de la cuestión. Limitaciones tenemos todos, más o menos evidentes, más o menos llamativas o conocidas. El problema surge cuando lo que queremos, aquello que hace que, cuando nos metemos en la cama por la noche sintamos satisfacción, se vea limitado porque tenemos miedo, porque tu mente te dice “No, yo no puedo, nunca podré decirle a mi padre que abandono la carrera de Derecho”. Que te aterran los aviones. ¿Y qué? ¿Que no vas a ver a tus padres/hijos, que te has privado de un viaje a Samarcanda, que has renunciado a un ascenso en tu carrera porque implica desplazarse por avión, que todos los años la elección de las vacaciones se ha convertido en un pulso con tu familia porque tiene que ser a un punto accesibles por medios terrestres? Aquí todavía no tienes un problema. Sólo si, tus padres/hijos te importan, si Samarcanda es tu destino soñado, si el ascenso es deseado y deseable y las necesidades de tu familia significan algo para ti, entonces ahí, si tienes un problema. Una limitación no es un problema. No vale la pena estar con la lupa diseccionando lo que es de cuerdos, bueno y sano y lo que es de locos, malo y patológico. Si cuando te pones a mirar hay cosas que no te gustan, pero no te impiden avanzar en tu vida y vivirla como más te gusta y quieres, si me preguntas te diría “adelante”. Sigue. Pero si notas que el peso con el que cargas te mantiene atascado/a, te impide avanzar, si me preguntas te diría: “creo que con eso te puedo ayudar”. No leo.
No es que no sepa leer. Pero tengo la mala costumbre de no leer los mensajes de las aplicaciones que me saltan cuando uso el PC. Da igual que esté rellenando un formulario para hacer una gestión online, que buscando un email en mi correo. No leo. Aparece un mensaje y como si no fuera conmigo. Es sistemático, lo hago siempre. Una ceguera selectiva muy bien administrada. No es nuevo. Llevo años haciéndolo y la verdad que me causa bastantes problemas. Gestiones erróneas que hay que deshacer y rehacer, enorme cantidad de tiempo perdido, confusión, frustración y asuntos pendientes que se arrastran. Si me pongo a buscar la causa, seguro que la encuentro en la sensación de “subnormal profundo” que me queda después de leer la mayoría de los mensajes que algún buen-intencionado informático y/o consultor ilustrado ha tenido a bien redactar. Son como las recetas del médico, tan fáciles de decodificar en la farmacia, tan crípticas e indescifrables en mis manos. No me gusta sentirme tonta, no me gusta la sensación de impotencia que me genera, no me gusta sentir la rabia y las ganas de estampar el PC contra la pared (a falta de tener cerca el autor del “libelo”). No me gusta, así que evito, pospongo, “delego”. Como decía alguien, “lo de siempre, en estos casos”. Lo de siempre es, evitación y escape, los Zipi y Zape del malestar emocional. Cuando las cosas se ponen cuesta arriba, ¿a quién le gusta? Si eres como el común de los mortales, intentarás evitar esa sensación (de ansiedad, de fracaso, de recelo, de impotencia…) esos pensamientos de autocritica o derrotistas, esas historias que te cuentas sobre ti mismo y lo que puedes o no hacer (otra vez no lo vas a conseguir, eres nulo, ni lo intentes…). Si estas en medio del “fregao”, lo dejas, abandonas, escapas y con la huida vuelve cierta calma, al menos en el corto plazo. Si estás escamado y no tienes ganas de enfrentarte a la adversidad, evitas. Tu mente te dará a buen seguro 500 buenas razones para no hacer. Ojo he dicho buenas razones. Así que te conviertes en una persona muy razonable cuando te quedas en casa estudiando, porque te da demasiada ansiedad sólo el pensar quedarte sin conversación en una fiesta. Y así, un suma y sigue que empieza a erosionar tu calidad de vida, limitando tu libertad para elegir qué hacer en función de lo que sea realmente valioso, importante y significativo para ti. La vida se convierte en un corralito, grande o pequeño donde lo que haces está al servicio o condicionado por lo que no quieres sentir y/o pensar, que te proporciona malestar en todas las formas e intensidades posibles e imaginables. Puedes seguir jugando al escondite con lo que temes, sólo tú eres quién para decidirlo. Pero si estás cansado/a de vivir encorsetado/a, y sientes que estás perdiendo oportunidades para vivir la vida que deseas cómo tú la entiendes, tal vez te pueda ayudar. |